
Hay alimentos que se nos entregan a los comensales sin pedir nada. Pueden haber exigido el máximo a sus cocineros, pero basta observarlos, tocarlos, olerlos para darse cuenta de que no necesitan una gran ceremonia para ser devorados. Esos son los alimentos que se comen con la mano.
El pan, por ejemplo, ha sido por siglos el alimento predilecto de la mano humana. Cuando vamos por él a la panadería, todos los clientes, amantes de esa miga perfecta, repetimos intuitivamente el acto al que he llegado a bautizar «la prueba de la punta». Ese gesto glorioso que consiste en apretar la parte superior del pan, desprenderla y llevar a la boca ese primer trozo. ¿Cuántas cosas tan sencillas e inmediatas producen esa cantidad de placer? Cuando se come con la mano, todo pasa al estómago en cuestión de segundos. El pan ni siquiera espera llegar a casa, se entrega sin importar las amasadas, regulaciones de temperatura, refrigeración, procesos de fermentación, maceración o cualquier otro procedimiento que le costó a su panadero. Solo le importa ser comido, sin reproches. Así de ingratos son los alimentos que se comen con la mano.
Hay otros casos, como el de esa comida lenta de principio a fin: su cocción, el momento en que se emplata, el tránsito de la cocina a la mesa. Incluso, reta lo que queda de paciencia cuando al comensal le toca tomar tenedor y cuchillo sin tener idea clara de cómo empezar a picar y pinchar la obra de arte comestible. Pienso en la primera vez que pedí costillas de cordero cocinadas por más de 12 horas, con una guarnición exquisita. Veía a la persona que me acompañaba, con naturalidad y mucha serenidad, comiendo el cordero.
Mientras tanto, sin poder dar el primer mordisco, yo pensaba todo lo que debía hacer para empezar a comer: no aplicar mucha fuerza para que la pieza no se deslice, desprender la carne del hueso de manera pulcra, suficiente delicadeza para no atravesar la carne y raspar el plato, cortar del tamaño adecuado el trozo para que no ocupe toda la boca. El primer contacto del tenedor y el cuchillo con la pieza, momento incómodo. No sabía a dónde mirar, si a mi acompañante o al plato. Cada corte era una hazaña. No importa cuántos corderos han venido después de ese. Aún no sé comerlo. Las costillas de cordero servidas en una mesa requieren conocimiento de sibarita, ausencia de ansiedad y, al menos, una copa de vino. ¡Ese plato pide todo!
Lo mismo ocurrió cuando comí el primer mole. Despojado del entorno gourmet del cordero, pero también servido en una mesa, en un encuentro social. Me paralicé cuando iba a empezar a comer. Necesitaba tantas cosas: cuchillo, tenedor, servilletas, cuchara, un pedazo de tortilla, pan… con todo, todavía sentía que el plato me decía: «lo estás haciendo mal, no me mereces». Así que a pesar de lo exquisitos y diferentes que pueden ser ambos platillos, celebro siempre que existan alimentos que se comen con la mano, responden a nuestro instinto, son un placer sencillo.

La mano, el inicio de todo
Nuestra existencia como seres omnívoros la inaugura la mano. Por eso la considero una extensión del estómago y la boca. Cuando nacemos, nuestros órganos no están listos para digerir y procesar alimentos, al menos hasta los seis meses, y es justo en esa edad cuando empezamos a desarrollar la capacidad motora de la pinza, el movimiento del dedo índice y el pulgar con el que finalmente podemos tomar cualquier alimento. Este agarre despierta todos los sentidos, necesita biológicamente estar alineado con la vista y la percepción (identificar las partes de nuestro cuerpo) para poderse llevar a cabo. Así parece que tiene sentido que las terminaciones nerviosas encargadas de percibir los estímulos suaves, los corpúsculos de Meissner, se encuentren de manera abundante en la boca y la punta de los dedos. No es tan difícil entender que comer empieza en la mano.
A pesar de todas las bondades de la mano, existen los cubiertos. Quizás esto responde a nuestro carácter social y la importancia que tiene este ámbito en la alimentación. Comemos por hambre, sí, pero nuestra condición humana nos obliga a hacer de esa actividad un espacio en el cual también logremos establecer lazos sociales y afectivos. Queremos mostrar lo mejor de nosotros durante las comidas. Puede que no resultara tan sencillo lograrlo comiendo con las manos.
Creo que el único cubierto realmente necesario que el humano ha creado para sobrevivir a su tiempo ha sido el cuchillo. Forjado en la época paleolítica, como una herramienta indispensable para matar a las presas y luego cortarlas en pedazos comestibles. Pero ¿la cuchara, los palillos o el tenedor eran necesarios? Basta detenerse segundos a observarlos para darse cuenta de que intentan imitar los prodigios de la mano. La “Oda a la cuchara”, de Pablo Neruda, lo evidencia así: «la más antigua / mano del hombre, / aún / se ve en tu forma / de metal o madera / el molde / de la palma primitiva». Los cubiertos son utensilios prácticos, civilizadores. Tienen el poder de hacernos distinguir del resto de los animales ante un trozo de carne o una fruta. Los cubiertos nos hicieron la vida más fácil, agradable y bella. Nos doblegaron a la crítica y la etiqueta. Tienen tanta carga simbólica y cultural como el propio alimento. No es lo mismo tomar una sopa directo del plato, con una cuchara de plástico o con una cuchara de plata. Los cubiertos trajeron la idea civilizadora y política. Sin embargo, hay cosas que jamás hemos dejado de comer con la mano, ¿o sabe mejor la masa cruda de una torta probada con cuchara? ¿O es más “sublime” comer pizza con cubiertos?
La distinción social que se carga en la cubertería me recuerda al prólogo escrito por José Luis Fernández, Kois, y Nerea Morán del libro Ciudades hambrientas. Cuentan una breve historia de cómo en Londres, a finales de siglo XIX, surgieron las mesas individuales en los restaurantes para desplazar la irreverencia social de la mesa larga en las tabernas. Pero los restaurantes de mantel largo no solo desplazaban a la taberna como espacio, sino el acto de comer con la mano. En la mesa servida se come con cubiertos porque se le obliga a la comida puesta allí y a sus comensales. Se marca la distancia. En cambio, la mano ante la comida aparece como símbolo de cercanía, le da espacio a cierta «intimidad compartida» que ocurre en el bar y también en otros lugares: vacaciones familiares numerosas, cenas espontáneas en casa de amigos, ambientes donde se viven los vínculos cercanos. La última vez que fui invitada a casa de una amiga y el encuentro terminó en cena, se comió en la barra -un tipo de mesa larga-, un individual y un plato pequeño, nada más. No había cubiertos. La arepa salía de la cocina ya rellena: mortadela con pistacho. Algunos se quedaron sin puesto y se sentaron con la arepa en mano donde mejor se acomodaron, cerca del grupo. Nadie volteó a ver la mesa, nadie la necesitó. A nadie le importó seguir una norma y menos construir una imagen que marcara la distinción social. En las comidas con la mano está la imagen de la mesa ausente o no servida. Un acto de irreverencia ocurre con los de confianza, ¿o acaso sacamos la mejor vajilla para servir las arepas?
No me preocupa que prescindamos de la mesa y cubiertos para alimentarnos. Al menos en Venezuela estos elementos no han sido indispensables para la ritualización del acto de comer, ni para mantener el estándar gourmet de nuestras joyas gastronómicas. En el país tenemos dos grandes momentos, de muchos, en los que se come con la mano y es realmente un placer. Uno aviva en nosotros el más puro instinto salvaje y el otro refuerza nuestro carácter urbano. Ambos construyen nuestra identidad sin distinción: comer en la playa y comer perros calientes de madrugada.
Comer en la playa
Si hemos vivido en Caracas o vacacionado en alguna playa venezolana, sabemos que el día empieza con una empanada. Desde ahí, nuestras manos desnudas, sometidas a una ligera quemada de aceite, saben que serán las responsables de llevar a nuestra boca la comida por el resto del día. Comienzan a hacer su trabajo termorregulador y nos indican que estamos listos para darle paso a la masa y al relleno a nuestra boca. Las primeras, por supuesto, se comen aún con las manos secas y sin arena. No ocurrirá lo mismo si se antoja unas horas más tarde. Lo más seguro es que tomemos algún refresco, malta o un jugo en vaso de plástico. El contraste del frío-calor lo sentimos tanto en la boca como en la mano. Un mordisco, un sorbo; caliente, frío. Es de las sensaciones que más se disfrutan, como pequeños alivios. Pero podría decir que es hasta ese momento del día que usamos las manos con cierta idea social de civilización.
A medida que pasan las horas y se acerca el almuerzo, viene el hambre. Nuestras manos mojadas, saladas, con arena, desobedecen cualquier etiqueta y protocolo con la llegada del pescado frito. En ese momento, puedo asegurar que he visto cómo la gente se transforma en seres salvajes. Nada importa. Solo ir desmenuzando el pescado y al mismo tiempo sostener el tostón, intentar que no se caiga la rebozada ensalada de col con zanahoria, coronada con queso fresco y un poco de salsa de tomate. La mano agarra el pescado, lo pellizca, introduce la carne a la boca, luego limpia la boca, y el proceso comienza de nuevo. La mano se limpia en la pierna y sigue su tarea: más pescado, desprendiendo la carne con finura, cuidado y cierto desespero. Masticar. Voltear el pescado. Pellizcar más. No existe sobre el universo un mejor cubierto para comer un pargo entero frito que las manos compuestas por sus cinco dedos. Así comían nuestros antepasados a la orilla de la playa, lo podemos sentir en ese momento. La mano entregada a no dejar carne blanca perfectamente cocida en ninguna espina. Parece que el mundo se detiene mientras el pescado todavía tenga carne. Es un acto litúrgico, podemos carecer de una mesa bien puesta, estar sentados, semisentados, en tumbonas o la arena, pero lo que pasa ahí es inexplicable. Sentimos la necesidad de ser carnívoros y pertenecer al Caribe. Al finalizar, nuestras manos grasosas piden a gritos el contacto con el agua, secar con la toalla. Nadie se detiene a maravillarse de lo exquisito que se vuelve comer con las manos en un momento así. Pero lo es.

Comer en el perrero
Aunque pensamos que la función de la mano se agota cerca del mar, me gusta el contraste entre la que come en la playa y la que lo hace en la ciudad. En la playa, las manos son caníbales que todo lo devoran, pero en la ciudad se desenvuelven con movimientos ágiles, delicados y precisos.
Cuando se trata de comer un perro caliente, la experiencia comienza por atravesar el cardumen de manos que esperan su turno frente al carrito, hasta llegar al comensal. Pasa de la mano del perrero a las nuestras, protegido únicamente por el trozo rectangular del papel.
Admiro la función de la mano, la perfecta tensión que permite solo una pequeña pérdida de papitas ralladas en el suelo, para que el perro caliente llegue a la zona segura, al espacio personal, en perfecta compostura. Mordisco tras mordisco, nos convertimos en trapecistas, cuidando no perder el equilibrio entre la mano que echa la salsa y la que sostiene el pan. Y ante el riesgo de la caída, el gesto urbano de la mano se consuma cuando da otro movimiento más: buscar la servilleta. Si es un servilletero vertical, el dedo medio lo detendrá, tomará el papel para limpiar el contorno de la boca, arrugarlo y echarlo a la basura. Este acto se repetirá al final, con las manos ya vacías, asegurando la pulcritud del rostro, repasando una vez más los labios. Qué paz y satisfacción se siente una vez hemos ingerido el perro, no solo porque saciamos el hambre, sino porque finalmente parece que nos bajamos de esa cuerda floja. Hemos sobrevivido.
Siempre pienso que si los cubiertos no hubiesen existido, tendríamos al menos unas 100 normas sobre la manera en que deberíamos mover nuestras manos al tocar los alimentos. Por fortuna, hemos preferido evitar las restricciones cuando se trata del cuerpo. Creo que a la mayoría nos gusta comer con la mano, aunque jamás lo hayamos pensado demasiado y la convivencia social nos imponga los cubiertos para no ocasionar desastres. Cuando estamos solos, nos gusta sentir la comida. No nos preocupa cuánto chorrea, e incluso nos chuparnos los dedos. ¿Por qué? Supongo que es la sensación de libertad. Comer con la mano es ser libre, al menos por unos minutos.
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Laura Linares
Venezolana comiendo en Ciudad de México. Escribo, como y cocino. Crónicas gastronómicas porque amo lo que pasa en la tierra, los mercados, los fogones y las mesas del mundo. La alimentación como el lugar de encuentro para la lengua y literatura. Si tengo hambre, investigo.
Excelente escrito… Descripción interesante de la relación directa de la comida con nuestra manos y la sensación de libertad por segundos … Felicitaciones
Que suculenta descripción. Excelente ensayo.