La literatura de la realidad

La literatura de la realidad

Cuando niño, decidí que nunca seguiría los pasos de mi padre o mi madre. Eso del periodismo no era para mí. Para entonces, creía que no tenía alma de mediador sino de protagonista. Yo iba a ser grandeliga, iba a tener tremenda banda de rock, iba a hacer películas como las de Tarantino. Tal vez me convertiría en poeta atormentado con una vida ligada al alcoholismo. Pero nada de eso pasó.

Crecí viendo a mi madre dedicándose a la televisión, la radio, las relaciones públicas y siempre me dije que no podía haber algo menos provechoso que hacer con mi propio tiempo. De mi padre, con el que compartí poco, sí heredé un amor por la fotografía que ya me agarraba como tercera generación. Mi abuelo, antes de mi padre, fue fotoperiodista en El Nacional.

Poco intuía entonces yo que mi afición temprana por las historias terminaría poniendo un sello a mi futuro y optaría por reconocerme a mí mismo como “periodista”. Aunque nunca me ha gustado el término, más por orgullo, quizá, que por alguna razón profunda. Me gusta más el que usa Gay Talese, aunque me pregunto si tendré lo necesario para entrar en esa categoría. Cuando estás fuera de este mundo, ser escritor de literatura suena mejor que ser periodista. Pero lo cierto es que ambas cosas se parecen tanto… la gran diferencia, quizá, es que cuando eres periodista buscas informar, mientras que cuando haces literatura tu intento es más parecido al de un artista con su obra: el largo aliento. Ahí es donde la crónica sirve de puente entre ambos mundos.

Para el escritor estadounidense, pionero —aunque a él le extrañase— de eso a lo que Tom Wolfe se refirió como el “nuevo periodismo”, dedicarse a la no ficción no era más que entregarse a “la literatura de la realidad”.

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El gran problema del periodismo, o eso que yo veía como periodismo muchos años atrás, es que se enfoca mucho en esa cosa intrascendente y efímera que llamamos noticia. Nada más que hechos que parecen de lo más importantes por un momento, para luego perderse en el olvido al poco tiempo. No es que no haya noticias de alto impacto, pero si revisamos con un lente más agudo del habitual, notaremos que esas pierden ante el tiempo. Siempre. Atrás queda la vida oculta de esas noticias, la historia real que podríamos contar y poco hacemos.

Talese y sus fieles acompañantes: sus archivos.

Como le pasó a Talese muy joven, yo encontré en lo cotidiano una fuente privilegiada de sustancias para escribir. Por eso la crónica, por eso periodista sin ser periodista. Como justificándose, Talese escribió que en sus historias siempre estaban presentes de algún modo los habitantes de su isla, la misma Ocean City que, frente a las costas de Nueva Jersey, reforzó su “identidad de estadounidense marginal, de extraño, de forastero”. El mismo que dejó con apenas 17 años y con unas inseguridades que le eran desconocidas hasta entonces, aunque eso es parte de otra historia.

Lo que hoy me ocupa sobre el escritor es cómo encontró esa cotidianidad de la mano de su madre, siendo él muy pequeño. En la tienda de ropa familiar, recuerda, algunas clientas necesitaban más que una prenda que lucir en el evento de turno, en la iglesia o el mercado: necesitaban, como toda persona aunque se niegue a aceptarlo, hablar. La madre de Talese era esa confidente que podríamos atribuir más a las peluquerías que a una tienda de ropa concurrida por “las esposas de los pastores, las esposas de los banqueros, las jugadoras de bridge […] las damas enguantadas”.

Entre esas conversaciones, él descubrió su instinto por perseguir historias y su forma de hacerlo: “Aprendí a escuchar con paciencia y cuidado y a no interrumpir nunca, ni siquiera cuando las personas se veían en grandes apuros para darse a entender, ya que en esos momentos de titubeos y vaguedad (enseñanza que obtuve de las habilidades para prestar oído de mi paciente madre) la gente suele ser muy reveladora: lo que vacilan en contar puede ser muy diciente”.

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Yo, en cambio, tardé en encontrar eso que a Talese se le hizo tan natural. Me tomó por sorpresa mientras cumplía con el aburridísimo rol de editar a redactores de noticias y de “crónicas” con poco guiso. Como dejándome llevar, antes de darme cuenta, estaba entrevistando gente, en lugares que ni por asomo hubiera visitado meses atrás, y descubriendo en el campo vidas mucho más interesantes y atractivas que las que pueblan los titulares de los medios. Esas que tienen nombre y apellido, voces, pasado, presente y quizá un futuro que podamos imaginar. En la noticia se borra todo eso. Lo sustituyen en el mejor de los casos un nombre, una profesión, una cifra. Poco más.

Desde la Escuela de Letras ya mi inclinación hacia la crónica era clara. Pero más como lector que como escritor. Paradójicamente, el hallazgo me terminó de alejar de una academia en la que nunca terminé de encontrar todo lo que hubiera querido. Desde entonces, intento ganarme la vida como periodista y peleo por que la literatura de la realidad tenga el puesto que se merece. Por ahora, sin mucha suerte, debo decir.

Lo que antes era el titular de impacto para vender un periódico desde el escaneo de miradas ante una primera plana, ahora se traduce en clics que, mientras más, mejores: el dinero está en las visitas. Las historias que contamos —más bien el titular que ofrecemos— solo son una excusa para ganárselas, alcanzó a decirme una vez un editor.

Puede ser así para un negocio. Pero para uno, que intenta darle sentido al mundo con palabras, nada más productivo que la historia más mínima y humana posible. Más me dice a mí, y me gusta pensar que a los lectores también, el cuento que echa un muchacho sobre cómo dejó la calle y lucha para no ser una cifra más en los índices de abandono infantil; prefiero la voz de una agricultora narrando su faena diaria, tan dura como hermosa, antes que la poco vivaz sucesión de hechos que, en un periódico, me darían para mostrar lo difícil que puede ser el trabajo en el campo dentro de un país poco acomodado; me termino inclinando por el nombre, la vida que dejó de ser, que hallamos al escudriñar detrás de una vacía lista de muertos en un suceso natural cualquiera: 10 muertos, 100 muertos, 1.000 muertos. Mejor murió, llamémosla Yan, una muchacha que iba muy apresurada a visitar a un familiar que estaba por irse a otra tierra, cuando una roca desprendida en un lugar olvidado de China partió en dos un puente en medio de un temporal del demonio. La cifra la olvidaré pronto, pero no a Yan, que dejó a su pequeña hija con sus abuelos ante una simple y cotidiana promesa: vuelvo en un par de días.

En un taller de crónica, uno de los compañeros insistía con notable preocupación en la necesidad de apegarse a hechos comprobables, a la rigurosidad del periodismo con el dato duro. Si no, decía, era ficción. ¿Pero dónde dibujamos la línea que divide una y otra cosa? ¿Es fundamental a la historia si Cho, la pequeña de Yan ahora huérfana, botó mil o dos mil lágrimas cuando supo la noticia? ¿No será más bien un distractor, quedarse a comprobar si el destino de Yan lo compartieron 13 o 14 personas más que transitaban por el puente? La vida de Yan da mejor cuenta de lo que deja atrás una tragedia que el dato más real y certero que se pueda dar.

Así me gusta imaginar las decenas de cajas forradas con recortes de periódico abarrotadas en el sótano donde Talese se entregaba a la literatura de la realidad. Llenas de historias con nombre, no de números que desdibujan eso a lo que refieren.

Juan Ibarra
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Juan Ibarra

Periodista forjado en el ejercicio del oficio, ex estudiante de Letras, fiel creyente la crónica y el punto de encuentro entre literatura y periodismo: el equilibrio entre el dato duro y la lectura como entretenimiento.

2 comentarios en «La literatura de la realidad»

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