
No, chama. Una cocina basada en plantas no es lo mismo que una cocina vegana.
Bajo esa premisa La Pitahaya Vegana se ha convertido en el restaurante apto para veganos y vegetarianos mejor posicionado de Google en Ciudad de México. Se sabe que no siempre podemos creer en la web, pero la instalación de un espacio para maletas en el restaurante parece el mejor indicador. Viajeros de todo el mundo hacen allí la primera, la última o la única comida en la ciudad. ¿Existirá otro lugar donde se encuentren waffles fermentados con pulque, machaca de tofu, jamaica pibil y mole negro mixteco?
Llegué a La Pitahaya Vegana para el turno de la tarde, y en México se almuerza a las 3. Está en la Roma, casi en esquina Querétaro con Orizaba. En su acera recibe a los comensales un huerto-jardinera, rectángulo de tierra con plantas irregulares. Algunos arbustos se ven cargados con las frutas de temporada. Me tocó la guayaba y su olor esparcido en las afueras del restaurante. Es bonito ser recibida por un aroma frutal vivo. Cinco minutos previos a entrar a la cocina, se podían observar unos vendedores informales que tomaron frutos del huerto para comer.
Eso estaba ocurriendo en la urbe más poblada de Latinoamérica. Tomar un alimento directo del árbol. Laura, Guillermo (los dueños del restaurante) y su equipo, han sembrado más de 20 frutales en ese pequeño espacio. Antes era un depósito de basura para los transeúntes, y el restaurante le dio otra función, ser un espacio para alimentos. La naturaleza y la cocina tienen la virtud de cambiar la ciudad, la vida urbana.
En la fachada y frente al restaurante había carteles y anuncios en los que se leía Las originales tortillas rosadas. Una buena tortilla lo puede cambiar todo, eso nos dice la cocina mexicana. Las de La Pitahaya Vegana lo lograron con una fórmula simple y sagrada: maíz blanco orgánico mexicano, nixtamalización de manera tradicional, amaranto, linaza y remolacha.
Los puristas podrían atacarse con las tortillas rosadas, pero La Pitahaya Vegana no pretende ser un restaurante de cocina tradicional mexicana con sustitutos. En sus sabores convergen muchas cocinas y secretos de abuelas. Mexicanas, sí, pero también de otras partes del mundo. Me gusta pensar que es una cocina de abuelas que consienten a sus nietos y sus decisiones alimenticias en el siglo XXI.
Dentro de La Pitahaya Vegana
La chica que me había ido a anunciar indicó que podía pasar. Un pequeño pasillo detrás de la caja registradora y allí la única parte de la cocina que no se ve desde afuera, la parte íntima, el espacio de creación. Entrar a una cocina siendo un completo extraño genera la sensación de irrumpir un ritual. Es incómodo.
Preferí detenerme un poco más junto a un chico que vestía el uniforme de mesonero y limpiaba cuidadosamente, con un trapo y movimientos circulares, los manteles individuales. Los individuales no eran made in china, ni plásticos, ni de telas teñidas con químicos. Eran de carrizo tejido, una especie de bambú que es marrón, macizo y brillante. Es una planta resistente pero que se deja manipular. Aquellos individuales se forman por circunferencias que van desde la más chica a la más grande, entrelazadas con al menos seis diámetros que atraviesan los círculos. Es un tejido que deja mínimos espacios vacíos. Son casi un porta plato. De hecho, algunos tacos los sirven sobre papel y directo en esa superficie. Son manteles duros, rústicos y dan esa sensación cercana al campo.
Durante algunos años me he obsesionado por toda la indumentaria de las cocinas y mesas. Me parecen tan importantes como el propio alimento porque en ellas se puede sentir la convicción de una cocina. El chico seguía limpiando con su gesto delicado y apilaba en una torre esas circunferencias de carrizo. Sí, son hechos de plantas. Cada elemento de la cocina estaba en armonía con el propósito del restaurante.
Ruidos, sabores: la vida en una cocina
Se abría un nuevo universo alejado de la experiencia del comensal. Sin recorrer mucho el corto pasillo ya se veían cucharas, espumaderas y ollas colgadas. Se escuchaban ruidos de máquinas al fondo, que no había escuchado en otras cocinas. Al bajar la mirada, costales de frutas, en las que destacaban plátanos, naranjas y remolachas. En la pared del fondo se imponían tres repisas largas, metálicas, de esquina a esquina. Sostenían contenedores llenos de frutos, especias y semillas; cocoa, levadura, chai, cúrcuma, golden milk, pimienta, todas con sus respectivos nombres marcados en un pedazo de tirro. En el mesón inferior: vasos de cristal y algunas tazas de barro.
Al avanzar un poco más estaban Laura y Eduardo Aguilar. Trabajaban una masa, con el rodillo la estiraban y una vez perfectamente extendida, le agregaban canela y azúcar. La enrollaron, cortaron y dividieron los trozos en diferentes grupos. Aplicaron distintas preparaciones. Había un pequeño recipiente de cristal con una mezcla muy rosa. Lo utilizaron para diferentes momentos en la elaboración de aquellos panes. Era puré de remolacha. Pensar que por años había reducido el uso de la remolacha a la ensalada más aclamada de mi tía: remolacha encurtida con cebolla -una receta familiar imperdible-; la ensalada de remolacha rallada con perejil y zaatar y, entre los últimos descubrimientos, la exquisita sopa de remolacha fría que había probado aquí en México, en Zihuatanejo.
También estaban haciendo pruebas de un futuro integrante del menú: roles de canela.

Mientras esos pensamientos transitaban, Laura se llevaba la primera prueba al horno y el fuego había encendido la invasión del olor a canela. Lejos del calor, otro chef preparaba un frosting con base de tofu. La mezcla de esta pasta blanca con puré de remolacha iba generando un crema rosada aterciopelada, casi como una nube, que incluso dio origen a neologismos de la cocina: tornarosa, ese era el color de aquella incipiente preparación. El sueño imposible de la infancia de ver la remolacha convertida en un postre exquisito ocurría ante mis ojos.
Para refrescar la jornada, un vaso de Tepache de piña para todos. El Tepache es una bebida fermentada de frutas, originaria de México. Esta era similar al agua de cáscara de piña, con ese equilibrio: ácido, dulce, frutal. Disfrutarlo dejó el espacio con ausencia de voz humana. La bebida se disfrutaba en boca y garganta, ese estímulo de las glándulas salivales que produce un buen fermento.
En las cocinas también hay que atender a los ruidos: indican movimientos importantes. El sonido de las máquinas se hacía más presente: unas aspas imparables con sus giros envolventes que trabajaban unas fresas con nueces de la india, el motor de la máquina de jugos que refrigeraba un agua de jamaica. Ruidos de ambiente, que se rimaban con el abrir y cerrar de los toper cuando iban a buscar el queso, los frijoles, los guisados. Ese ruidito tan peculiar del ajuste de la tapa con el contenedor, de manera tan constante, era una señal que marcaba la diferencia. No había envases industriales, todo guardadito en su toper. Todo fresco, todo hecho en casa, como el Tepache que todos tomaban.
Todo desde cero
– Chama, aquí todo se hace desde cero, si necesitamos una salsa de tomate, aquí se hace;
si necesitamos una crema de almendras, aquí se hace.
Yo puedo responder por los productos en su estado básico: dónde compré las almendras, a quién, etcétera; pero no por enlatados, por productos procesados, no puedo responder por eso.
Al salir del pasillo de producción se entra a lo que le dicen la línea caliente, la cual tiene vista al restaurante; todos los comensales pueden verla y viceversa. En la primera plancha una de las chicas no deja de poner las tortillas, con movimientos mecánicos. En la segunda, tres circunferencias como vértices de un triángulo a lo largo y ancho de aquella superficie ardiente. Cada una de un color distinto: amarillo, blanco y marrón. Y de repente interviene la espátula. Ya no estaban. Luego la plancha la ocupan tres filas, compuestas cada una por tres circunferencias rosadas. Tres, tres y tres, perfectamente alineadas. En cuestión de segundo tenían otra capa de color; tres círculos rosas con centro amarillo, papas al curry; otros rosas con centro marrón, jamaica pibil; los últimos con centro blanco, coliflor.
La mano del cocinero interviene una vez más y con cautela aplica una capa de textura y color adecuado a cada fila. Sobre la base rosa y el centro amarillo, finas líneas verdes (cebollín); sobre la rosa de centro marrón, finas circunferencias violetas (cebollas encurtidas); y sobre la base rosa y el blanco, bolas blancas (requesón de coco). La mano del cocinero da el toque final: toma un utensilio, botella de plástico con punta, deja caer en zigzag la salsa sobre cada fila como último retoque.

Pintores de la mesa
Es cierto que el carácter estético en la mesa y el emplatado tienen un gran valor en el rito alimenticio. Desde los Mayas, que en sus banquetes se preocupaban por la estimulación visual con los ornamentos; hasta en el siglo XV cuando Vatel impone la importancia de la mesa y los platos servidos de manera exquisita. Por lo tanto, como Alejandra Bamporad apunta en su tesis, esto ha hecho que el cocinero maneje códigos similares a los del pintor (en términos clásicos y formales): equilibrio, textura, brillo, tamaño, tensión visual, color, formas, perspectiva, es decir, valores pictóricos. Y aunque se piensa en estos códigos para configurar el plato en su presentación individual, esa búsqueda de la belleza y estética en la mesa había sido superada y quedaba también en la cocina. Todos esos valores iban y venían en la plancha. Todo ocurría en la plancha, como si fuera un lienzo, para mi había sido un performance perfecto.
El chef presiona la campana. Se acaba el espectáculo. Con un poco de agua para la plancha, empieza la limpieza. Espátula, y viene de nuevo el lienzo gris, dispuesto a un nuevo movimiento. Los tacos emplatados, sobre los individuales de carrizo. Aquello se veía tal cual como en las fotos de su página web. Los platos en La Pitahaya Vegana no tienen una estética pulcra en extremo, ni buscan ser sofisticados como la Nouvelle Cucine. Son piezas cuidadas a detalle pero muy cercanas, coloridas y con una composición equilibrada en donde el alimento destaca en sustancia y forma.
El plato listo se desplazaba sobre las cabezas de los comensales hasta llegar a la mesa correspondiente. Una pareja. Mexicano y extranjera. Hablaban inglés entre ellos. Él habla español de México. Ambos disfrutaban del agua del día: jamaica. Manos avocadas al vaso. Ambos con los pies relajados, tenis cruzados talón sobre talón, sandalias cumpliendo los noventa grados.
Había hambre, antojo, pero no apuro, y una vez posados los dos tríos de tacos, ellos los observaron como cuando nos gusta un cuadro o una escultura en una galería: la mirada fija, escrutando.
Se sentía esa distancia que nos hace querer el objeto admirado pero deseamos que sea eterno en el espacio lejos de nosotros. Los platillos que nos suscitan esto, nos permiten completar la experiencia del placer de lo bello (siempre y cuando su sabor sea el esperado) porque nos los podemos comer, los hacemos parte de nuestro cuerpo. A las obras de arte no. Cuando comer nos conmueve de esa manera, hay arte.
Luego de ver aquello ocurrir en las mesas del restaurante le preguntaría a Laura sobre su relación de cocinera y poeta.
Chama, en ambas hay que crear, y cuando se ha entendido que esa creación es magia. La magia de la alquimia, de la transformación de lo que tienes disponible en algo que para ti es hermoso.
La gente va a La Pitahaya Vegana y no ve nada de lo que yo vi, no entrevista a Laura, pero en su comida pueden sentir esa magia: conjugación de las plantas, el arte, el fuego y la convicción de una cocina consciente y placentera, con el planeta, con nosotros y nuestras especies.
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Laura Linares
Venezolana comiendo en Ciudad de México. Escribo, como y cocino. Crónicas gastronómicas porque amo lo que pasa en la tierra, los mercados, los fogones y las mesas del mundo. La alimentación como el lugar de encuentro para la lengua y literatura. Si tengo hambre, investigo.
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